INTERNET MESMÉRICA CON EL ROJO NOGUERAS
MASSIMO MANFREDI PONE EN BOCA DE ALÉXANDROS LAS SIGUIENTES ALADAS PALABRAS: TENEMOS QUE RECONQUISTAR JUNTOS LA FELICIDAD QUE LA ENVIDIA DEL DESTINO TRATA DE ARREBATARNOS
ALEJANDRO LE DICE ESTAS PALABRAS A BARSINE, SU AMOR IMPOSIBLE. HAN PASADO CIENTOS DE AÑOS --CREO QUE MILES, NO SÉ, NO ES IMPORTANTE-- Y EL SER HUMANO CONTINUA APRISIONADO EN LAS SOMBRAS INESCRUTABLES DEL DESTINO, EL ESPÍRITU, LO IGNOTO.
ESCRIBO MI HUMILDE TESTIMONIO. LÉANLO. GRACIAS.
Nicolás Guillén se moría en el piso
de arriba y El Colorao Nogueras debajo. Era el hospital CIMEQ, orgullo de la
salud pública cubana, centro hospitalario de la nomenclatura del más alto nivel
social en esa isla del Caribe. Los pasillos sobresaturados de helechos,
chefleras y filodendros solitarios.
En el cuarto de El Rojo dormitaba
la muerte. Junto al techo, incrustado a la pared de yeso, farfullaba un
televisor ignorado.
El me vio entrar. Me llamó con voz
de muerto. A su lado, tuve que inclinarme para descifrar las palabras muertas.
El Rojo vertió en mi oído la más sabia recomendación que un hombre de mi
generación podría escuchar, en Cuba, en aquel momento.
—Cuídense del Jabao. El es el malo
de la película.
En mis reflexiones de la celda 71,
en las Malvinas, años después, la dimensión premonitoria del Wichy inundó mi
ergástula y potencializó mi respeto por él.
Pero no hay cárcel brava para el
alma buena y en una de mis quince mil vidas de caminante, en Ciudad de México,
allá por el Periférico Sur, Nogueras me dijo que me fuera, que huyera de mí
mismo y que no dejara de buscar mi conveniencia personal y la oportunidad de
sobrevivir unido al ángel de la poyética
en combate diario con la mediocridad.
No lo vi aquella tarde del mensaje.
Seguro que no habría podido hacerle una foto. Su ser se materializó en espíritu
dentro de mí. Estábamos juntos como aquel día en que recibió la llamada de
Puerto Rico aunque él hablara por teléfono desde el cuarto contiguo.
Era tarde y el calor asfixiante del
agosto cubano nos agredía a pesar del ventilador y los vasos de agua con hielo.
El Colorao Nogueras —poeta, novelista, fabulador e hipocondríaco militante— me
había invitado para leer discutir y revisar algunas galeras de su más reciente
novela.
Sin comenzar a trabajar, inmersos
de pies y manos en la maravilla íntima del chisme intelectual que destripa a
los colegas, compartí con él una llamada telefónica de su amor puertorriqueño.
Ella —lo adivinaba yo— apremiaba a Luis Rogelio para que él definiera con
exactitud burocrática la fecha en que se volverían a ver allá, en la otra isla.
El intentaba explicarle que salir
de Cuba presuponía una serie de imprevistos y condicionantes que hacían casi
imposible, para un mortal, precisar una fecha exacta.
Debe haber descubierto algún gesto
de sorpresa en mi rostro, y a manera de explicación inmediata, buscó entre los
papeles de una mesa contigua y me extendió un sobre. Dentro había una carta.
La conversación entre los dos
amantes fluía ronroneante, como si estuvieran uno frente al otro, mucho más
aún, como si estuvieran uno dentro del otro. Yo saqué del sobre cuatro pliegos
de letra clara, párrafos breves y un penetrante olor a albahaca. Era una carta
de la mujer telefónica.
Ella le contaba que se había
sentido mal de salud. Concluida una clase en el aula universitaria donde
impartía clases, decidió hacer una visita a su médico.
Tomó el auto, instrumento de
aproximación y arma del hombre moderno, y comenzó a combatir contra dos horas
de soledad y autopista. Poco después del mediodía estaba en las manos
tranquilizadoras del galeno.
Embarazo de 8 a 10 semanas. Necesidad de
revisar hemoglobina y otros misterios en su sangre íntima. Estrechez pélvica
congénita. Parto por cesárea. Presupuesto mesurado. “Pero lo importante, es que
viniste a tiempo, podemos hacer un plan inteligente que aleje los imprevistos
y, con la Gracia
de Dios, todo saldrá bien”, dijo el médico.
Otra vez el auto. La autopista
congestionada y el sol ocultándose en el horizonte. Piensa en sus padres,
lejanos en Michigan. Piensa en su
carrera truncada por la maternidad. Piensa en su amante allá en Cuba,
desdibujado en la neblina de cien promesas vagas. Conduce su auto y piensa en
los peligros del alumbramiento. No es remota la posibilidad de la muerte.
¿Sería ahora el peor momento para tener un hijo? ¿Cuándo es el mejor momento?
Dejo la carta sobre la mesa
atiborrada de papeles. Mi amigo habla al teléfono y mira a las baldosas de
granito del piso. Su voz es un susurro íntimo. Los enamorados se están diciendo
palabras de amor. La magia electrónica los une, salva su intimidad a pesar de
que sus cuerpos están separados por miles de kilómetros.
Cierro los ojos y apoyo la espalda
en el sillón de mimbre. Una mujer joven conduce su auto moderno. Se desplaza
por la autopista solitaria. Estoy seguro de que la autopista es una autopista
solitaria. Siento el frío del aire acondicionado del automóvil refrescando mi
piel y siento los pensamientos de ella que viajan por mi sangre. Sé que ella
tiene miedo. Sufre por lo desconocido. Le angustia la soledad ante la
inminencia del combate. Tiene que tomar una, dos, cien decisiones. Decidir
duele. Veo, claramente, las lágrimas de sus ojos que ruedan mejilla abajo,
mojan el cuello y la pechera de su vestido estampado.
Nunca he podido olvidar la ternura
y la opresión de aquella tarde. Recuerdo el calor asfixiante de agosto y el clic
del teléfono cuando Luis Rogelio cortó la comunicación.
Ha colaborado mucho, a la
permanencia de este recuerdo, el hecho de que he tenido que decidir decenas de
veces, centenares de veces, en condiciones similares a las de aquella enamorada
mujer.
La decisión implica siempre un
ejercicio de la soledad. Porque ahora, cuando observo a mi amigo Lisandro, a
punto de tener que decidir si hacemos o no la presente operación financiera, la
evocación que le he contado invade mi presente y me llena de interrogantes.
Lisandro ha tenido acceso a un
voluminoso caudal de información. Por más de tres o cuatro horas nuestras
computadoras han respondido —disciplinadas y obedientes— todas las preguntas
que se le han hecho. Yo mismo, sin ir más lejos, he dado mi opinión.
El riesgo de adueñarnos de nuestra
ganancia o de perder casi tres cuartos de millón de dólares aplasta a Lisandro
y me aplasta a mí
Las computadoras, los cálculos matemáticos,
la reflexión examinando las experiencias pasadas, sólo han reducido el número
de alternativas posibles. Ellas no se han convertido en un solitario camino
definido y seguro.
Yo
ahora me voy. Ya es de noche, quizás más de las nueve. Tengo una cita con una
bella mujer y su misterio.
El
—para eso es el Jefe, el Gerente, el Presidente, el dueño— deberá decir a
nuestra organización corporativa cuál es el camino. Y, cuando lo haga, asumirá
la responsabilidad del triunfo o la derrota. Pobre Lisandro
¿El
miedo, la angustia, la soledad, la interpretación de lo porvenir que acogotan a
este hombre son sensaciones similares a las de aquella joven mujer; son
similares a mis angustias existenciales; a las del hombre desnudo, sentado
sobre una roca, a la entrada de la caverna, mientras decide si la horda ha de
salir de caza cuando vuelva el sol?
¿El
apoyo externo que ha recibido el hombre para luchar —computadoras, satélites,
automóviles, robots híper productivos, antibióticos, aspirinas, Coca Cola— se
corresponde con el avance y el apoyo que ha logrado obtener hacia dentro, hacia
el mundo maravillosamente indefinido donde reina el espíritu?
El amor de Nogueras decidió
interrumpir su embarazo. El niño que nunca nació dejó más solitaria a la mujer
angustiada que no fue madre.
El Colorao Nogueras jamás fue padre
de aquel nonato. No acompañó a su amor puertorriqueño, pues el murió vencido
por el cáncer en unos pocos meses.
Murió en aquella habitación rodeada
de helechos, chefleras y filodendros, con el televisor inútil incrustado en la
pared de yeso.
En esa habitación, en el pasillo de
acceso a ella, en los enormes y lentos ascensores de ese hospital, no había
ruidos, no había sueños.
Todo era tan científicamente
aséptico, que uno no lograba sentir el peso del espíritu y la imaginación se
diluía en los olores a desinfectante y a flores, que lo invadían todo.
El interior de uno, lo que llaman
el alma, aterrada, indefensa, se
escondía dentro de la cueva y uno tenía miedo, mucho miedo a lo desconocido.
Moya
Caracas
1993
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