martes, 9 de abril de 2013

INTERNET MESMÉRICA CON EL ROJO NOGUERAS

 

MASSIMO MANFREDI PONE EN BOCA DE  ALÉXANDROS LAS SIGUIENTES ALADAS PALABRAS:  TENEMOS QUE RECONQUISTAR JUNTOS LA FELICIDAD QUE LA ENVIDIA DEL DESTINO TRATA DE ARREBATARNOS

ALEJANDRO LE DICE ESTAS PALABRAS A BARSINE, SU AMOR IMPOSIBLE. HAN PASADO CIENTOS DE AÑOS --CREO QUE MILES, NO SÉ, NO ES IMPORTANTE-- Y EL SER HUMANO CONTINUA  APRISIONADO EN LAS SOMBRAS INESCRUTABLES DEL DESTINO, EL ESPÍRITU, LO IGNOTO.

ESCRIBO MI HUMILDE TESTIMONIO. LÉANLO. GRACIAS.





Nicolás Guillén se moría en el piso de arriba y El Colorao Nogueras debajo. Era el hospital CIMEQ, orgullo de la salud pública cubana, centro hospitalario de la nomenclatura del más alto nivel social en esa isla del Caribe. Los pasillos sobresaturados de helechos, chefleras y filodendros solitarios.

En el cuarto de El Rojo dormitaba la muerte. Junto al techo, incrustado a la pared de yeso, farfullaba un televisor ignorado.

El me vio entrar. Me llamó con voz de muerto. A su lado, tuve que inclinarme para descifrar las palabras muertas. El Rojo vertió en mi oído la más sabia recomendación que un hombre de mi generación podría escuchar, en Cuba, en aquel momento.

—Cuídense del Jabao. El es el malo de la película.

En mis reflexiones de la celda 71, en las Malvinas, años después, la dimensión premonitoria del Wichy inundó mi ergástula y potencializó mi respeto por él.

Pero no hay cárcel brava para el alma buena y en una de mis quince mil vidas de caminante, en Ciudad de México, allá por el Periférico Sur, Nogueras me dijo que me fuera, que huyera de mí mismo y que no dejara de buscar mi conveniencia personal y la oportunidad de sobrevivir unido al  ángel de la poyética en combate diario con la mediocridad.

No lo vi aquella tarde del mensaje. Seguro que no habría podido hacerle una foto. Su ser se materializó en espíritu dentro de mí. Estábamos juntos como aquel día en que recibió la llamada de Puerto Rico aunque él hablara por teléfono desde el cuarto contiguo.

Era tarde y el calor asfixiante del agosto cubano nos agredía a pesar del ventilador y los vasos de agua con hielo. El Colorao Nogueras —poeta, novelista, fabulador e hipocondríaco militante— me había invitado para leer discutir y revisar algunas galeras de su más reciente novela.

Sin comenzar a trabajar, inmersos de pies y manos en la maravilla íntima del chisme intelectual que destripa a los colegas, compartí con él una llamada telefónica de su amor puertorriqueño. Ella —lo adivinaba yo— apremiaba a Luis Rogelio para que él definiera con exactitud burocrática la fecha en que se volverían a ver allá, en la otra isla.

El intentaba explicarle que salir de Cuba presuponía una serie de imprevistos y condicionantes que hacían casi imposible, para un mortal, precisar una fecha exacta.

Debe haber descubierto algún gesto de sorpresa en mi rostro, y a manera de explicación inmediata, buscó entre los papeles de una mesa contigua y me extendió un sobre. Dentro había una carta.

La conversación entre los dos amantes fluía ronroneante, como si estuvieran uno frente al otro, mucho más aún, como si estuvieran uno dentro del otro. Yo saqué del sobre cuatro pliegos de letra clara, párrafos breves y un penetrante olor a albahaca. Era una carta de la mujer telefónica.

Ella le contaba que se había sentido mal de salud. Concluida una clase en el aula universitaria donde impartía clases, decidió hacer una visita a su médico.

Tomó el auto, instrumento de aproximación y arma del hombre moderno, y comenzó a combatir contra dos horas de soledad y autopista. Poco después del mediodía estaba en las manos tranquilizadoras del galeno.

Embarazo de 8 a 10 semanas. Necesidad de revisar hemoglobina y otros misterios en su sangre íntima. Estrechez pélvica congénita. Parto por cesárea. Presupuesto mesurado. “Pero lo importante, es que viniste a tiempo, podemos hacer un plan inteligente que aleje los imprevistos y, con la Gracia de Dios, todo saldrá bien”, dijo el médico.

Otra vez el auto. La autopista congestionada y el sol ocultándose en el horizonte. Piensa en sus padres, lejanos en Michigan.  Piensa en su carrera truncada por la maternidad. Piensa en su amante allá en Cuba, desdibujado en la neblina de cien promesas vagas. Conduce su auto y piensa en los peligros del alumbramiento. No es remota la posibilidad de la muerte. ¿Sería ahora el peor momento para tener un hijo? ¿Cuándo es el mejor momento?

Dejo la carta sobre la mesa atiborrada de papeles. Mi amigo habla al teléfono y mira a las baldosas de granito del piso. Su voz es un susurro íntimo. Los enamorados se están diciendo palabras de amor. La magia electrónica los une, salva su intimidad a pesar de que sus cuerpos están separados por miles de kilómetros.

Cierro los ojos y apoyo la espalda en el sillón de mimbre. Una mujer joven conduce su auto moderno. Se desplaza por la autopista solitaria. Estoy seguro de que la autopista es una autopista solitaria. Siento el frío del aire acondicionado del automóvil refrescando mi piel y siento los pensamientos de ella que viajan por mi sangre. Sé que ella tiene miedo. Sufre por lo desconocido. Le angustia la soledad ante la inminencia del combate. Tiene que tomar una, dos, cien decisiones. Decidir duele. Veo, claramente, las lágrimas de sus ojos que ruedan mejilla abajo, mojan el cuello y la pechera de su vestido estampado.

Nunca he podido olvidar la ternura y la opresión de aquella tarde. Recuerdo el calor asfixiante de agosto y el clic del teléfono cuando Luis Rogelio cortó la comunicación.

Ha colaborado mucho, a la permanencia de este recuerdo, el hecho de que he tenido que decidir decenas de veces, centenares de veces, en condiciones similares a las de aquella enamorada mujer.

La decisión implica siempre un ejercicio de la soledad. Porque ahora, cuando observo a mi amigo Lisandro, a punto de tener que decidir si hacemos o no la presente operación financiera, la evocación que le he contado invade mi presente y me llena de interrogantes.

Lisandro ha tenido acceso a un voluminoso caudal de información. Por más de tres o cuatro horas nuestras computadoras han respondido —disciplinadas y obedientes— todas las preguntas que se le han hecho. Yo mismo, sin ir más lejos, he dado mi opinión.

El riesgo de adueñarnos de nuestra ganancia o de perder casi tres cuartos de millón de dólares aplasta a Lisandro y me aplasta a mí

Las computadoras, los cálculos matemáticos, la reflexión examinando las experiencias pasadas, sólo han reducido el número de alternativas posibles. Ellas no se han convertido en un solitario camino definido y seguro.

     Yo ahora me voy. Ya es de noche, quizás más de las nueve. Tengo una cita con una bella mujer y su misterio.

     El —para eso es el Jefe, el Gerente, el Presidente, el dueño— deberá decir a nuestra organización corporativa cuál es el camino. Y, cuando lo haga, asumirá la responsabilidad del triunfo o la derrota. Pobre Lisandro

     ¿El miedo, la angustia, la soledad, la interpretación de lo porvenir que acogotan a este hombre son sensaciones similares a las de aquella joven mujer; son similares a mis angustias existenciales; a las del hombre desnudo, sentado sobre una roca, a la entrada de la caverna, mientras decide si la horda ha de salir de caza cuando vuelva el sol?

     ¿El apoyo externo que ha recibido el hombre para luchar —computadoras, satélites, automóviles, robots híper productivos, antibióticos, aspirinas, Coca Cola— se corresponde con el avance y el apoyo que ha logrado obtener hacia dentro, hacia el mundo maravillosamente indefinido donde reina el espíritu?

El amor de Nogueras decidió interrumpir su embarazo. El niño que nunca nació dejó más solitaria a la mujer angustiada que no fue madre.

El Colorao Nogueras jamás fue padre de aquel nonato. No acompañó a su amor puertorriqueño, pues el murió vencido por el cáncer en unos pocos meses.

Murió en aquella habitación rodeada de helechos, chefleras y filodendros, con el televisor inútil incrustado en la pared de yeso.

En esa habitación, en el pasillo de acceso a ella, en los enormes y lentos ascensores de ese hospital, no había ruidos, no había sueños.

Todo era tan científicamente aséptico, que uno no lograba sentir el peso del espíritu y la imaginación se diluía en los olores a desinfectante y a flores, que lo invadían todo.

El interior de uno, lo que llaman el alma, aterrada, indefensa,  se escondía dentro de la cueva y uno tenía miedo, mucho miedo a lo desconocido.

 

Moya

Caracas


1993

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