El salón abanderado lleno de luces y
ventanas abiertas por donde en torrentes entra la claridad de la luz del sol.
En dos filas largas, una frente a la otra, los presidentes, cancilleres,
ministros plenipotenciarios, embajadores, personalidades del mundo entero,
invitados especiales. Presentes también todos los perfumes y todos los sudores de la
tierra.
Los heraldos soplan sus trompetas. El sonido es multiplicado
por los magna voces y lanzado por la
radio y la televisión alrededor de la tierra.
Enceguecen las luces de los flashes y en las cámaras
fotográficas y en sus cintas se imprime
la imagen del Presidente que acaban de investir como Presidente.
Un edecán susurra al oído del mandatario que ya debe
recorrer el salón para que salude a los representantes de todas las naciones
del planeta presentes en su investidura. Es el viaje de las felicitaciones.
Amigos y enemigos, tontos útiles e inútiles, hombres y mujeres que lo respetan
y admiran o que lo observan como un buey mira a un piano, ofrecerán parabienes,
votos de larga salud, suerte durante su mandato, palabras de confianza,
observaciones incomprensibles y agudos consejos.
Un segundo antes de que el Presidente comience a caminar, en
medio del silencio que precede a los grandes acontecimientos cuando han
terminado los aplausos, a micrófono y cámara abiertos, en vivo, en directo, el
mundo escucha una voz que grita:
--¡CHICHO, MI HERMANO, YA ERES INMORTAL!!
El hombre que ha desguazado el protocolo sale de la fila de
invitados y se planta, como una palma real en mitad del pasillo. Tiene seis
pies y dos pulgadas de estatura. Tiene más de doscientas libras de peso. Tiene
una guayabera de lino color miel, y en sus bolsillos viajan tabacos, pijuelas
de carey, pasaportes, caramelos, lapiceros y lápices, medicamentos para
controlar la presión arterial, alegría, luz, música, mucha música.
Su sonrisa es desarmante y en sus brazos abiertos cabrían
tres presidentes.
Ante el asombro mundial los dos hombres se abrazan, se
separan para verse mejor, se vuelven a abrazar.
--Ven, acompáñame. Vamos a saludar a los visitantes-- dice Salvador Allende, para siempre
Presidente de Chile.
Y Carlos Puebla, el trovador cubano, le acompaña durante
toda la noche.
Era la continuación de una larga travesía vivida, muchas
veces en común, por estos dos hombres. Cada cual en su mundo, cada cuala su
altura, pero con la voz común de cantar a los pobres.
Carlos Puebla fue, desde los inicios, la voz musical de La Bodeguita del Medio, ese inigualable restorante
habanero visitado por luminarias y bohemios de todo el mundo.
Cuando el canto de Carlos Puebla se universalizó –trovador
radical defensor de la Revolución Cubana- lo hizo con las esencias del mojito criollo,
los chicharrones de puerco y la fraternidad humana de su pueblo.
Carlos fue un trovador genuino. Todo lo genuino aterra al
gazmoño, pone un toque urticante en la piel del burgués y tiene sabor de
cantáridas. Pero lo genuino supervive, porque el añejo que gana con el tiempo,
decanta lo superfluo y fija sus valores clásicos.
¡¿Hace tiempo que usted no escucha una de las viejas
canciones de Carlos Puebla? ¡Pruebe¡
Si no siente añoranzas, si no entorna los ojos y recuesta su
espalda al butacón yo estoy equivocado y ofrezco excusas.
Aunque lo dudo, porque ahora mismo, en esta calurosa y clara
mañana de junio, bebo a sorbos mi ron solitario, recuesto mi espalda al
butacón, y me dejo llevar por la voz de
Puebla cuando canta:
Se acabó la diversión
Llegó el
comandante y mandó a
parar.
Moya
La habana
1979
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