EL SEPELIO DEL SEÑOR FERNÁNDEZ
Trujillo es
limpiabotas, es negro, es borracho. Duerme su sueño alcohólico acostado sobre el sillón donde todos nosotros nos hemos
sentado mientras él nos limpia los zapatos.
Trujillo
tiene un perro y tiene la tapa de una lata de betún llena de monedas. Nadie
puede coger monedas de esta tapa mientras Trujillo duerme su curda vespertina.
El Sr
Fernández no lo permite. El presunto ladrón simula el intento de sustraer una
moneda y el perro gruñe, muestra los dientes, chasquea las mandíbulas, eriza
los pelos del cuello. El animal dobla su tamaño y la ferocidad de su ronquido
pareciera que multiplica el largo de sus colmillos.
El Señor
Fernández es un perro sato, mezcla de
diez rasas. Su pedigree se pierde en la bruma
del pasado. Le hemos traído comida de la barra del Bar Mayito, hueso de jamón.
El mira la delicia que le regalan. Le sale baba por el costado de las fauces.
Gruñe y se
aproxima más a la tapa llena de monedas. Qué fidelidad, dicen, es más fiel que
una gente.
Todos en
Morón conocemos a Trujillo y conocemos al Sr. Fernández.
El Gordo
Raúl, que luego se va convertir en el mejor poeta de su generación, dice que
Trujillo es un filósofo. “La mierda es mierda aunque la cague una princesa.”
Dice nuestro limpiabotas de lujo. “Si la
iglesia es la casa de Dios, ¿por qué le ponen pararrayos?” Dice nuestro
borracho municipal. “Algún día conoceré una mujer honrada, no pierdo las
esperanzas”. Dice el Truji sin abrir los ojos, como si durmiera acostado en su sillón de limpiabotas. .
Raúl, el
poeta y Lagresa son buenos amigos de Trujillo. Muy pocas veces pagan la
limpieza de las botas rusas. Yo no disfruto de esa distinción. Trujillo limpia
bastante mal los zapatos, mancha las medias, y yo le temo a los perros. Como le
temo los odio.
Es
comprobado que esas bestias huelen el miedo. Pero reconozco que Trujillo se me
parece a Diógenes, el Griego que andaba en cueros. Si Raúl, que es mi
amigo muy, pero muy inteligente, distingue a Trujillo pues sus valores tendrá.
Todos usamos
botas rusas. Y hoy estamos estrenando uniformes de milicianos. Huelen a
desinfectante y a mata cucarachas. Raúl protesta el inconveniente olor y
promete que cuando llegue a su casa botará camisa y pantalón. A mi me molesta
mas el olor de las botas rusas. Apestan a cojón de oso. Dicen que hacen falta
diez rusos para romper un par de botas. Las malditas deben matar a fuerza de
peste.
Leonel
Lagresa, Raúl Rivero, el poeta y yo somos un trío de imberbes milicianos llenos de
pasión y de pestes multinacionales. Caminamos
por la calle Martí, la arterial vial
más importante de Morón, la ciudad del
Gallo. No nos gusta caminar por las
aceras.
A uno lo
ven mejor cuando camina por la calle Martí. Uno no es cualquier cosa para
Que lo
estén empujando. Hombre hombre camina por el medio de la calle.
Sorprendidos
descubrimos que la calle Martí está llena
de carros. Camiones rusos cargados de caña, carretones de tracción caballar, máquinas de alquiler, guaguas, dos
perseguidoras de la policía. Bicicletas y motocicletas. Es una cola larga de
más de dos cuadras. Algo anormal está sucediendo.
“Es un acto
contrarrevolucionario de la gusanera”, dice el gordo Raúl. Los tres sacamos nuestros revólveres calibre
38 y corremos hacia la punta de la cola de carros. La pitería es tremenda. Los
acelerones de los motores y los gritos de choferes y acompañantes convierten la
tarde de verano en un escenario de locos. En las aceras se va juntando mucho público. Cocote
Betancourt nos dice adiós, el
también viste el uniforme de la milicia-
La tranca
de carros ha crecido detrás de nosotros. Es tiempo de zafra, finales de zafra,
y los camiones cargan caña quemada. Huele a miel. Los choferes y sus ayudantes
tienen los rostros manchados de negro. Un coche
colabora con el tranque. Su
caballo se ha caído y el cochero maldice y le da latigazos para que se
levante. Los cabrones de las aceras gritan y se ríen.
Nosotros
tres, milicianos de uniformes apestosos,
de estreno, calzando botas rusas chirriantes,
milicianos de revólveres calibre 38
corremos y sudamos. Estamos ansiosos de
enfrentarnos al peligro. Cuarenta grados de calor. Mes de Mayo cubano.
A unos
metros de la calle Callejas, una media cuadra antes de llegar a la esquina, el Cojo Ramos nos grita “es Trujillo.” El cojito es poeta bohemio y
es amigo nuestro.
“El
problema es con Trujillo”, dice.
Tiene razón
el Cojo Ramos. Trujillo esta de pie en medio de la calle Martí. Su enorme
cuerpo flaco de negro borracho bloquea el tráfico.
Pero no está borracho. Trujillo está llorando. Carga
sobre sus brazos una caja de fideos La Pasiega y dentro, muerto, va el Sr Fernández.
Cuando
llegamos hasta él, revólveres ridículos en las manos, vemos las lágrimas que
ruedan por las mejillas oscuras del amigo inseparable del Señor Fernández.
Con paso
militar el Truji avanza por Martí y
dobla por Callejas. Nosotros caminamos a su lado. Conscientes del flaco papel que hacemos mostrando nuestra
artillería de cañón corto, guardamos los
revólveres y avanzamos junto al limpiabotas.
“Es que se
murió el Señor Fernández, el perro de
Trujillo. El Truji va pal cementerio. Va cargando al Señor Fernández. Lleva al perro en la caja de fideos” se gritan de una acera a la otra. Los
conductores se enteran del suceso. Dejan de sonar las bocinas, los
choferes no fuerzan los motores.
Algunas personas se quitan las gorras y los sombreros.
Un silencio
nuevo inunda Morón. Cuarenta grados de temperatura. El verano es despiadado.
Todos los que acompañamos el sepelio sudamos y caminamos en silencio.
Trujillo
llora sin descanso. Sobre sus brazos negros, dentro de su caja de fideos La Pasiega, descansa para
siempre el Señor Fernández
Moya //La Habana
1985
Así los pensé siempre; "Los Tres Villalobos"-que ninguno era bobo-, más afrancesado;"Los Tres Mosqueteros", me gusta este relato!
ResponderBorrarMayda