viernes, 24 de mayo de 2013

LA INFINITA TRISTEZA DEL EXILIO






 L A   M U J E R   Q U E   S E    A L  E J A


 El avión irá ganando altura y ella comenzará a llorar. Con los ojos apretados hasta el dolor, la cabeza pegada al espaldar del asiento, esta mujer se marcha de Cuba definitivamente.



En la isla quedan los fantasmas de sus ilusiones,  sus amores muertos.



Ella sabe que todo pudo suceder de otra forma.



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La ausencia inexplicable del hombre que amaba, que amará, como llegan a amarse los muertos queridos, enredó para siempre su pasado, acabó con la luz de un futuro que ella añoró hasta el momento mismo de la partida.



 



 El timbre del teléfono sonó aquella mañana. El cansancio la invitaba a no salir de la cama.



¿Eres tú?, escuchó la voz de García que preguntaba. Sí, dijo ella. Temblaba de frío.



Vivía nuevamente el día anterior. Recordaba todo con sorprendente nitidez.



Me voy, dijo él. Me voy dentro de una hora.



Ella escuchó las palabras como si se las clavaran,  se apretó el vientre porque sentía que el Guajiro García se le escapa desde dentro, salía de ella como había salido ayer, cuando en un grito común recibieron la avalancha del espasmo que los agotaba.



Epílogo de besos,  arrullos y promesas de amor.



El había dicho  “me voy” y ella había escuchado  “me voy” mientras miraba las paredes desnudas, las rajaduras en el techo, del cuarto donde se habían amado como debe ser.



“Pero regreso, espérame”, dijo al teléfono la voz que se escapaba para siempre.



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Recordará, especialmente cuando el avión remonte el vuelo, el timbre metálico de la voz de García que le prometía un mínimo futuro. Futuro sin interés mientras vuela. Perdonarlo tampoco. Sería inútil perdonarlo.



Porque la mañana en que se quedó sentada oprimiendo su vientre, con los ojos cerrados, lloró. Lloró todo cuanto era posible.



Lloró porque el había salido de ella, pero en su vientre quedaba la semilla del hombre que la abandonaba.



 



 Tres meses después Marta estaba convencida de dos cosas. El Guajiro García no vendría nunca más, y ella había quedado embarazada.



Ni su madre, ni su hermana Isabel, ni Carmen Hortensia, su amiga más querida, lograron sacarle una sola palabra de su secreto.



“Estoy bien, no se preocupen. Es que no quiero salir, me aburren las fiestas. No  quiero estudiar más. Voy a casarme y a trabajar. Quiero mi casa.”



Daba un portazo y volvía a su cuarto.



Lloraban a la par ella y su madre. Ella sola, silenciosa, en la madrugada.



Su madre suspiraba moviendo gavetas, abriendo y cerrando puertas de corredera, en su afán interminable de conseguir una sola explicación que le aclarara la conducta de su hija repentinamente transformada.



 Una mañana, Marta Josefa salió de la casa decidida a casarse. Sabía que el Doctor J.A. Comesañas, con consultorio en la Avenida Tarafa, clientela numerosa y carro del año estaba enamorado de ella. El Doctor era veinte años mayor. Marta Josefa necesitaba un padre para su hijo futuro, y un futuro para su hijo.



La inscribieron en la lista de de enfermos. Se sentó en la butaca de cuero junto a la ventana. El ambiente frío de la consulta era placentero. Marta suspiró con placer por primera vez en mucho tiempo. Se sintió segura y satisfecha, había elegido un camino y comenzaba a andar sin titubeos.



 



“Como siempre he sido”, pensó, “Pocas veces he dudado en mi vida, y cuando lo he hecho ha sido para equivocarme”



Mira por la ventanilla del avión; cielo azul, algodón de nubes, mar distante sin olas.



 



El Doctor J. A. Comesañas llegó a su consulta repartiendo saludos y besos. Un golpe inesperado lo detuvo cuando vio a Marta Josefa sentada en la butaca de cuero.



--Su visita se debe a una urgencia—dijo y le abrió la puerta del despacho particular masacrando la ética y las leyes de la espera



 



Veintitrés días después, vestida de blanco, “como corresponde a una virgen inmaculada”, se convertía en la esposa del Doctor.



Como sólo sucede en la vida real, la esposa del Doctor Castañeda, al mes de su casamiento, ya estaba cosiendo la canastilla del hijo del Guajiro García, que nunca llegaría a nacer.



“Digno hijo de su padre. Tan repentinamente como llegó, se fue”, pensó Marta acostada en la camilla,  una hora después del aborto de urgencia que tuvieron que realizarle,  entre borbotones de sangre y punzadas enloquecedoras.



--Usted no debe entrar, colega. Confíe en nosotros—Esa frase, pronunciada por el ginecólogo, fue el único indicio de que alguien conocía la verdadera historia de su novela personal.



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Ella sentirá una desgarradura en su vientre cada vez que recuerde la pérdida de su hijo varón. Con él desapareció el hilo conductor que la unía a su pasado.



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 Isora no debe vivir junto a mí sin conocerme. Tengo que contarle que quise a otro hombre. Debo convencerla de que querer no es malo. Qué bueno y qué dulce es querer cuando se quiere, pensará Marta Josefa el día que descubre las cartas ocultas de su hija. Cartas que nunca leerá.



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Ante la pérdida del hijo y la precaria salud de su esposa, el Doctor J. A. Castañeda decidió cambiar de aires. Vendió la casa con el consultorio, vendió el carro del año, vendió dos solares que tenía en la calle Castillo, y compró una pequeña finca en Ciego de Avila.



El Doctor, por amor, se transformó en agricultor. Cuerpo y ropa saturados de tierra roja. Piel tostada y áspera con olor a humo.



No fracasó como vaticinaban los presagios. Almacenó dinero. Fue Alcalde de Barrio y sargento político del Senador Pepe Miranda Comesañas, su primo hermano.



En la casa de madera construida en el centro de la finca, bajo un techo de tejas francesas, nació Isora, la hija idolatrada de Marta y el Doctor.



Isora,  la de las cartas secretas. Cartas secretas, vida secreta, muerte sorpresiva.

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Parada frente a su ventana recibe en la cara la brisa de la noche saturada del olor  de las flores y los mangos maduros.



Presiente que un inmenso vacío le espera cada noche, cada día cuando se aleje de su mundo.



Odio renovado de Marta que quiere  inocularle a Isora. Es mejor que se vayan los tres, no, que se quede Isora, no, que se quede el padre y nos vamos ella y yo.



Marta confunde el pasado con el presente, el futuro con el pasado.



“No hay nada digno de amar, ni nada vale la pena de ser querido o recordado en este mundo de mierda”, y cierra la ventana para ir a dormir.



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He arreglado los papeles y he convencido a tu padre para que nos vayamos del país”, le dirá a la hija mirando al piso de madera.



“Qué bueno. Para cuando es el viaje?



“¿Te parece bien que emigremos?”



“Si tú lo has decidido así, ha de ser porque así debe ser.” Responde Isora



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 "Son cartas de un muchacho que me enamora. Yo no le he correspondido. Las oculté más por pena que por otra cosa. Pero si tú las quieres leer puedes hacerlo.”



Con entonación fingida para parecer una madre natural Marta le dice:



“Podías haber comentado conmigo ese amor como hacen las buenas amigas”



“No te ofendas, mamá, me dio vergüenza.” Dice Isora



Abrasa a la madre y le da un beso.



“Si has creído que no debo enterarme, mejor no las leo.”



“Si cambias de parecer ya sabes donde las guardo.”



Al día siguiente, fregando la vajilla del almuerzo, Marta Josefa se dio cuenta del engaño. Corrió al escondite de las cartas y estaba vacío.



No eran  las palabras las que merecían la atención de la madre, eran los ojos los que mentían.



Cinco días más tarde el cuerpo de  la hija fue llevado a la morgue en una camioneta de la policía. Marta Josefa le vistió en la funeraria.



Los  organismos  oficiales dijeron que la muchacha estaba vinculada a grupos opositores violentos.



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La mujer que se aleja mira a la costa  remota,  al  mar sin olas,  al  sol que se oculta tras el horizonte.



Vuela hacia la soledad del exilio. Su cabeza descansa en el asiento del avión. Dolorosos recuerdos invaden su mente.



La angustia del pasado le anuda la garganta. El futuro está lleno de soledad.



La mujer que se aleja, llora.



 



Moya/l972



Punta Alegre.



 






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