domingo, 22 de febrero de 2015

LA PSICOLOGÍA, EL ALMUERZO Y EL PAPALOTE


                                                                     

                   PARA NEWTÍN QUE VUELA PAPALOTES

                     Y DEBE TENER SU CURRO PERSONAL.

 

 

 Estaba volando mi papalote en el patio trasero de la casa. Me apoyaba en la cerca que separaba nuestro patio con la línea del ferrocarril. El medio día cercano inundaba de calor y claridad reverberante al mundo que me rodeaba. El papalote volaba lejos, muy alto.

Por el trillo paralelo a la línea del ferrocarril caminaba El Curro.  Todos los días El Curro recorría tres kilómetros desde Los Perros hasta Rivero, cargando los almuerzos de su padre y hermanos. Ellos cortaban caña en la finca Rivero que era de mi padre.

El Curro era muy fuerte. Dos años mayor que yo, de mi estura, puro músculo surgido de la guataca y el machete precoz,  pues tenía que ayudar a su padre y hermanos en el trabajo diario.

Puso las cantinas en el suelo, miró hacia  el cielo donde volaba mi papalote y se secó el sudor de la frente con la manga de la camisa de caqui.

Préstame la pita pa volarlo un poco. Le di la pita por sobre los postes de la cerca. Jamás se me ocurrió negarme,  aunque me dolía el pecho por el miedo y por la sospecha de que mi papalote corría un peligro infinito.

La iridiscencia, la claridad, los azules del mediodía se tornaron en tormenta para mi y para mi entrañable papalote.

El Curro le dió cinco o seis cucas seguidas y el papalote cabrioló hacia derecha e izquierda. Luego hizo un giro completo y volvió a subir mientras escuchábamos la trepidación de sus alerones combatiendo contra el viento.

La próxima cabriola hizo que el rabo del barrilete se enredara en la pita. Mi papalote se quedó sin aire, perdió la sustentación y girando y girando se vino al suelo. Se estrelló muy lejos, allá por los confines de un campo de caña que se perdía en el horizonte.

Debo reconocer que El Curro luchó encarnizadamente para salvar mi papalote. Hubo un largo silencio de asombro. Lejos se escuchaba el ulular de una locomotora. Los ojos se me llenaron de lágrimas.

Se jodió, dijo El Curro. Me tiró el palo donde estaba enrollada la pita y se secó el sudor de la frente con la manga de caqui de su camisa sucia.

De un salto volé por sobre los postes de jiquí de la cerca. Le di una patada a una de las cantinas. Potaje de frijoles negros, arroz y boniatos se unieron en el aire mientras los recipientes de aluminio chocaban con los railes de acero  en un estruendo exquisito. 

Tiré la otra cantina con fuerza azombrosa hacia el campo de caña, al otro lado de la línea de ferrocarril, en una parábola deliciosa que llenaba mi alma de júbilo inaudito.

El Curro estaba petrificado. Su asombro no tenía límites. La magnitud de la catástrofe que presuponía la pérdida de los almuerzos de toda la familia, sobrepasaba su rango de experiencia. 

Mi reacción relampagueante fracturó su resistencia. Presenciar mi agresividad terrible destruía su experiencia

anterior acostumbrada a mi cobardía.

Porque él sabía que yo le tenía más miedo,  a él,  que a la muerte. Jamás esperó  que yo me revelara y me enfrentara a su fuerza y a su tiranía establecida.

Pero se había roto el dique y las aguas de mi miedo brotaron indetenibles. Mi barrilete era el alma de mi amor.  Me dió una trompada en un ojo.

El dolor me encabronó más todavía y me fajé con  El Curro con alegría,  con júbilo inaudito. El me golpeaba y yo lo golpeaba. El maldecía y yo maldecía. Su camisa de caqui, sucia, estaba hecha girones, arrancados  los bolsillos. Yo sangraba. El Curro sangraba. A través de la cortina de mis lágrimas yo veía su rostro sucio, sangrante y lloroso. El Curro lloraba.

Nos separó mi madre ayudada por Manuel Antonio el cocinero de la casa. Ellos, asombrados, luchaban a brazo partido para dominarme. El terrible era yo, no El Curro.  Lloraba, maldecía, me limpiaba la sangre, me dolía el ojo golpeado y  yo disfrutaba una alegría exquisita que me ahogaba invadiendo mi cuerpo. Creo que flotaba. Sentía alas para volar, fuerza nueva suficiente para doblar una barra de acero.


El Curro y yo sostuvimos unos quince combates a lo largo de más de un año. La mayoría los ganaba él. No tenía  la menor importancia para mi el resultado de cada encuentro. Mi placer radicaba en la lucha,  en la victoria obtenida contra el miedo.

Cada bronca nueva era un homenaje más a la belleza de mi papalote, volando en lo alto de un cielo azul, grabado en mi recuerdo.

 

moya

valencia

2015




































No hay comentarios.:

Publicar un comentario